jueves, 24 de mayo de 2012

Villa Siempre




“La literatura es un espejo que el cine pinta”


Peter Pan ya no sonríe. Se ha hecho mayor y sus suspiros acarician un pasado que creía que no tendría que añorar. Con los surcos del tiempo dibujados en su rostro, persigue las manecillas del reloj, en un movimiento que, inexorablemente, avanza hacia un futuro que creía que no tendría que temer.
Peter Pan ahora fuma habanos y, entre cada amarga exhalación, recuerda cómo el cine le hizo grande. Desde 1904 recorriendo los rincones de Nunca Jamás para que Disney le haga crecer tan sólo cincuenta años más tarde. Y en ese momento, se dio cuenta de que ya no habría Nunca Jamás, tan sólo Siempre.

Siempre no es una isla, es un apéndice minúsculo de una península olvidada. Mr. Pan aún añora su confortable isla verde, en la que las risas de los niños perdidos refulgían entre los rayos de sol y elegir al jefe de los juegos era el mayor problema con que se enfrentaban. Añora las noches en las que, dormidos todos los niños, a salvo de piratas, se subía al peñón más alto y en las estrellas reflejadas en el tranquilo mar podía leer la cara de Wendy.
Siempre no tiene mar, sólo una capa de grueso hielo en la que lo único que se refleja es algún rayo de sol, que, perdido, ha batido los muros del opaco cielo. Siempre es frío, vetusto y no hay más sonidos que el quejoso arrastrar de pies y la tos de los viejos. Porque Siempre es un país de viejos. Sin mar, sin peñones, sin sirenas ni piratas, sin Wendys reflejadas.

El tiempo pasa rápido en Siempre. El tiempo es relativo, dicen, y en Siempre pasa rápido. Pero nada se inmuta. El hielo sigue siendo hielo y los nubarrones siguen encerrando al sol. De vez en cuando, muere algún viejo, cansado de esperar; pero siempre llega alguno nuevo. Nadie sabe cómo ni por dónde. Cuentan que hay un camino de flores que te trae hasta aquí, pero nadie lo ha visto. Porque en Siempre no existe la “calle”, no hay paseos ni aceras ni carreteras, sólo la inmensa edificación Villa Siempre, en la que cada viejo tiene su habitación, de la que sólo sale para vagabundear por los pasillos o charlar en los salones. Mr. Pan tiene suerte; su habitación, en la decimotercera planta, es exterior: con vistas al hielo. Sin embargo, el fantasioso Dorian vive en el sótano, recluido por loco, con sus brillantes rizos rubios a sus pies, bañados en el orín de las ratas. Sentado en una esquina, Dorian se agarra la cabeza, cuyos rizos devoró la piel, y repite una y otra vez: “Yo soy más guapo que Hurd Hatfield, yo soy más guapo que Hurd Hatfield…”. Y, de vez en cuando, mira en una cinta de ocho milímetros su retrato.

Dorian no lo sabe, pero Mr. Pan tiene cierta envidia de él. A veces, cuando baja al sótano, le espía y a Mr. Pan le invade una enorme envidia. Él ya no puede mirar su retrato. Su sombra se le descosió y, probablemente, esté ahora paseando por las apacibles orillas de El Lago de las Sirenas, con su juventud intacta.
El padre Ambrosio también tiene un cuadro, y dicen que por él acabó en el sótano ‒o en La cueva de los Piratas, como lo llama Mr. Pan‒. Lo mira con devoción, le susurra largas letanías y, entrecruzando sus arrugados dedos a la altura del pecho, se pregunta si su crimen fue tal que merece ser recordado por aquello. Peter Pan le ha visto alguna vez en la capilla de Villa Siempre ‒el cura le consigue los mejores habanos del país y suele bajar a hablar con él‒. La última vez que estuvo fue en el funeral del Conde. Cuando terminaron los oficios, el padre Ambrosio entró y estuvo largo rato de rodillas en el primer banco, rezando por el alma del impío que acababa de morir y suplicando a Dios que le aceptase en su seno, del cual se apartó hace demasiado tiempo ya. Ambrosio y el Conde vivían en celdas contiguas y compartían un mismo destino: ambos se habían alejado de Dios a causa de una mujer. Ambrosio está arrepentido, trata de conseguir el perdón divino con sus plegarias y se había impuesto como penitencia salvar al Conde de su herejía. Pero el Conde estaba abocado a seguir la estela del mito que sobre él se había forjado. Sabía que nunca saldría de Villa Siempre, ¡tantos fueron los que allí le metieron! Se dejó morir, lentamente, acurrucado en su capa, roja como la sangre.

Nadie sale nunca de Villa Siempre, eso lo sabe todo el que entra. Los muertos dejan paso a los vivos, y el espacio se renueva de caras, de gestos, de voces. Pero nadie encuentra el camino de vuelta a casa, porque no lo hay. No hay chapines de rubíes que, al chocar, devuelvan al hogar. Dorothy lo sabe bien, cada día lo intenta.
Y Mr. Pan no puede volar, es complicado encontrar pensamientos alegres en un mundo gris. Además, Campanilla está separada de la Villa, en otra parte llena de seres fantásticos que ni Peter Pan puede soñar, y sus polvos ya no brillan. Ya no hay aplausos que la salven.



Peter Pan fuma habanos pero a veces se refugia en su mente de niño para recordar que una vez siempre lo fue. Por eso corretea por los pasillos y espía al resto de los ocupantes. A veces finge encarnizadas luchas con el capitán Garfio. Dicen que él también está allí, en La Cueva de los Piratas, pero Mr. Pan nunca le ha visto. Se pregunta qué aspecto tendrá ahora y quién ganaría en una pelea. O siquiera si tendrían ganas de pelear.

Peter Pan es un “niño-viejo”, pero hay más “niños-viejos” en Villa Siempre. Está aquel que siempre pasea en pijama e intenta descifrar el misterio de sus arrugas de “viejo” de tres años. O aquel otro que toca su tambor de hojalata día y noche. No habla mucho con ellos; llegaron más tarde que él y, aunque intentó que fueran amigos, estaban demasiado perdidos en sus trágicas historias. No conocen el secreto de Villa Siempre. Pero Mr. Pan sí, fue Oliver quien se lo desveló cuando llegó a este lugar.
Fue en una noche fría y oscura, como cualquier otra en la Villa, cuando Peter Pan apareció en la puerta. Sin maleta, sin conciencia de saberse allí. Algo, entre rancio y olvido, se podía respirar en aquel laberinto de figuras que Peter fue cruzando hasta llegar a una gran sala. En el centro, sentado en una mesa, rodeado de viejos, amasando su boina, contaba una historia Oliver. Peter, a lo lejos, escuchaba y su mundo de niños felices se derrumbaba al comprender que no todos tenían una isla o una casita como la de Wendy. Oliver observó el gesto compungido de Peter y se acercó a él, pensando que estaba triste porque no entendía qué hacía allí ‒aunque, en realidad, Peter no había tenido tiempo de pensarlo; aún Peter era un niño de Nunca Jamás‒.
Se presentó como Oliver Twist, pero le rogó que, a pesar de las arrugas de su rostro, le llamase siempre Oliver, porque él era un “niño-viejo”. No te asustes, le dijo. Nosotros éramos palabras y adquiríamos formas tan dispares como lectores hubo, hay y habrá. Nuestro mundo era diferente según quien lo pintase en su propio mundo. Hemos perdido nuestra identidad: la de no ser nunca los mismos. El cine nos ha hecho llegar a este sitio olvidado. Venimos aquí a morir de la imaginación.

Peter Pan ahora fuma habanos y, mientras corretea y espía en los pasillos, espera morir un día no muy lejano.


Vic Chesnutt, "Sad Peter Pan"

*NAG 2009