miércoles, 14 de marzo de 2012

La indecisión es la madre de la nada


Fotografía de JValentina


Confundí las palabras con las intenciones
y las intenciones con los hechos
y me quedé rodeada de nada;
con ciempiés recorriendo mi piel,
con monos vendando mis ojos,
¡cómo me duele la espalda!

¡Cómo me pesan los bolsillos!
Llenos de síes y noes,
llenos de quizás y talveces,
de ahoranós y quizamastardes,
de quevengaotroylohagapormí.

Y la nada me acuna,
con su dulce ronroneo embaucador,
sus blablablás y sus bla-bla-blás;
y yo me siento a gusto,
en un estado de perfecta placidez ficticia
que me reconforta erróneamente.

Y las agujas siguen inexorables su camino,
y se clavan en mi piel blanda
formando moratones de inconformismo
disfrazado de banalidad,
tornando en colores que marcan el tiempo que se escapa
y que en la nada no corre, repta.

Y los ciempiés ya llegan a mis rodillas
y las acarician con sus patitas suaves
dando agradables masajes de destrucción
que devoran lo poco que quiero que quede de mí.

Y los adverbios cada vez son más,
y pesan más,
y son más grandes;
y para intentar menguar su peso
mi cuerpo convulsiona esperando que salgan despedidos,
como si un leve bailoteo fuera suficiente para hacerlos salir sin más.

Es la nada,
me mantiene en estado de parálisis,
y los ciempiés trepan,
y los adverbios pesan,
¡cómo me duele la espalda!


Funki Porcini, 'This ain't the way to live'

*(NAG, 2012)

viernes, 9 de marzo de 2012

¿Cómo lo hiciste?





Sentada en el suelo, limpiaba el cuchillo con el que acababa de trocear a su gato. Lo hacía parsimoniosamente, tarareando una de esas canciones que tan de moda estaban en la radio. Daba vueltas a la afilada arma y se aseguraba de que cada recoveco quedase sin mácula. Veía su rostro reflejado en el metal; un rostro sin gesto, de fulgurantes ojos verdes, nariz chata y mentón elegante, moteado de gotas rojas. Cuando dio por concluida su tarea, lo guardó en un cajón de la cocina y volvió al salón, plegó el plástico que albergaba los restos de su gato y lo tiró a la basura.

La mañana se levantó perezosa, con el cielo pintado de negro, amenazante, dispuesta a desbordar su ira en las aceras. Se irguió en la cama, se acercó a la ventana, la abrió y, sacando medio cuerpo fuera, cerró los ojos y sonrió. Le gustaban las mañanas oscuras, que poseían ese halo de nocturnidad, en las que era necesario iluminar los objetos para verlos. Se dio cuenta de que, a pesar de lo que pudiera parecer, no hacía frío. Aún así se puso la bata, algo infantil, que reposaba a los pies de su cama y fue descalza a tirar la basura en el contenedor de la esquina.

A eso de las doce de la mañana, salió al porche del bloque que albergaba la oficina en la que trabaja para fumarse un cigarrillo. Allí habló con María, la de administración, sobre las reformas que estaba llevando a cabo su empresa. Las dos mujeres estaban de acuerdo en que era intolerable aceptar las nuevas condiciones, en que al nuevo jefe, compañero suyo hasta hace bien poco, le habían invadido aires de grandeza y pretendía seguir escalando puestos a base de torturar al trabajador para que sus jefes apreciasen sus dotes de mando. Pero las dos mujeres también sabían que en aquella pequeña oficina una revolución era imposible, ya que entre sus empleados, no más de doce, el espíritu rebelde era una cualidad ausente. Almas grises, enfundadas en trajes baratos. Mientras se les consumían los últimos milímetros de cigarrillo, llegaron a la conclusión de que dos eran las únicas opciones: dimitir o consentir en tolerar aquella situación, como ya se dijo antes, intolerable. Miraron en direcciones opuestas y, apagando los cigarrillos, entraron en el edificio sin dejar claro qué postura adoptaría ninguna de ellas.
El día se le pasó rápido y sintió una enorme alegría cuando vio en el reloj del ordenador que ya era la hora de marcharse. Recogió sus cosas y declinó, amablemente, la invitación de María de tomarse unas cañas. Tenía ganas de llegar a casa. Quizá esa ilusión fue la que hizo que el trayecto en metro le pareciese mucho más corto de lo habitual y no reparase, siquiera, en la gente que compartía con ella dicho habitáculo. Tenía la costumbre de observar detenidamente a su alrededor y fantasear con la vida de aquellas personas que, por unos minutos, compartían la suya. Como la de aquel señor que se sentó enfrente de ella el día anterior, que tenía las uñas negras y rostro cansado y alicaído (aunque a veces, estas dos cosas se confundan, ella sabía muy bien cómo diferenciarlas), y que supuso que se trataba de un mecánico al que acababan de despedir de su trabajo y volvía a casa preguntándose cómo haría ahora para mantener a su mujer y a su hijo de tan sólo tres años, al que imaginó mal vestido, lleno de babas y atacado por una tos que nunca cesaba. O la de la jovencita que compartía asiento con el mecánico y llevaba una falda muy corta que dejaba entrever una celulitis incipiente que ella parecía no ver, ya que llevaba unas fotos, que, seguramente, acababa de hacerle un fotógrafo, que, a ciencia cierta, habría intentado sobrepasarse con ella, para llevarlas a aquella agencia de modelos que había descubierto un día por internet, de tan supuesta afamada reputación, según rezaba la propia página, y que, en realidad, se trataba más de una agencia cuyos logros se resumían no en las pasarelas ni en las portadas de las revistas sino en los programas basura de televisión, en los que la gente hace todo tipo de aberraciones para después labrarse un futuro como comentarista político en las tertulias de los matinales. Se la imaginó al lado de aquellas presentadoras de alto copete comentando que la vicepresidenta de cual se había excedido en su maquillaje y que, por eso, había disminuido la intención de voto por su partido.
Cuando llegó a casa se tumbó sobre el charco de sangre que aún yacía en el suelo del salón y, tras dar varias vueltas, se desnudó, quemó la ropa que llevaba puesta, ahora manchada por la intensidad de aquel rojo magenta cegador, en el bidé del cuarto de baño y se dio una ducha mientras retomaba el tarareo de la canción de la noche anterior. Antes de cenar, decidió fregar el suelo de toda la casa y bajar en bata a tirar la ropa quemada y la mopa que acababa de usar.



A la mañana siguiente, se levantó un poco antes para volver a fregar el apartamento; cogió una camiseta de su armario y lo hizo a la vieja usanza, como lo hacían antes las mujeres, antes de que el inventor español Jalón Corominas le pusiese un palo de escoba al mocho. Tiró la camiseta al contenedor y llegó tarde al trabajo, donde comentó con María su hazaña de otra era y ambas bromearon con la fregona de la oficina sobre la posibilidad de que don Manuel no hubiese inventado el actual artilugio y ella sufriese una bursitis terrible en las rodillas. No hay que decir que a la señora de la limpieza no le hizo tanta gracia como a ellas.

A la salida de la oficina, le pareció una gran idea ir a tomar un cóctel a un bar próximo a su casa. No tenía muchas amigas, así que decidió ir sola; le gustaba la idea de sentarse en uno de aquellos cómodos sofás, fumar un cigarrillo detrás de otro, escuchar una excelente música de jazz, que aislaba del resto de sonidos del garito sin dificultad, mientras tamborileaba con sus finos dedos de uñas coloridas en sus piernas cruzadas. Cuando ya iba por su segundo Bloody Mary, un hombre de unos treinta y cinco años, pelo cano, robusto y bien vestido se acercó a ella y le confesó que llevaba un buen rato observándola desde la barra, mientras con los ojillos le preguntaba si podía sentarse a su lado. Ella hizo un gesto de resignación con el que pretendía indicarle que si bien le disgustaba la idea no oponía total resistencia. El hombre se sentó y se presentó como Roberto Jalón; ella sonrió, era el segundo Jalón del día y la idea de que nunca antes hubiese conocido a nadie con ese apellido y ahora se topase con dos en tan corto espacio de tiempo le hizo pensar que su presencia allí tenía algo de augurio de un destino compartido. Mientras abría una nueva cajetilla de tabaco y encendía un pitillo, le miró fijamente a los ojos y le dijo: anteayer maté a mi gato. Como ya había presagiado, el hombre no se levantó, ni siquiera hizo una mueca de extrañeza ni se vio en la tesitura de intentar disimular un gesto que no acudió a su rostro de forma natural. Yo lo he intentado varias veces, pero nunca he conseguido reunir el valor suficiente, contestó. Cualquier otra persona hubiera pensado que esta afirmación respondía a un juego tácito, pensaría que su interlocutor no creía en la veracidad de las palabras pronunciadas e intentaba seguir la chanza, con el fin de dar a entender que si realmente lo que quería era asustarle y que se marchara no lo iba a conseguir tan fácilmente; pero ella no, ella le creyó y sonrió. Puedo ayudarte…, si quieres. El poco tiempo de que había dispuesto para observar a su acompañante le fue suficiente para divagar acerca de su vida. Se imaginó a un hombre con un buen trabajo, que si bien no podía permitirse grandes lujos tampoco tenía problemas para llegar a fin de mes. No se había casado, pero sí había tenido una relación hace años que le hizo sufrir y, desde entonces, no había tenido relaciones serias con nadie, aunque desde hacía unos meses se había planteado una nueva vida en la que las mujeres tenían cabida como algo más que un mero objeto. Era obvio que el gato no era suyo, sino de su ex, y en su nueva vida no tenía lugar, por lo que realmente había pensado en varias ocasiones acabar con él. En su nuevo proyecto vital tampoco encajaba su actual trabajo, que ella estaba segura había decidido dejar en un tiempo no superior a un mes y dedicarse, quizá, a un sueño de infancia frustrado. Le imaginaba en su piso, un ático en el centro, con sus elegantes muebles y un montón de recuerdos que acababa de almacenar y tirar en el contenedor de la esquina contigua a su casa. Le imaginaba leyendo a Kafka y a otros grandes escritores alemanes, arrancando las hojas que le disgustaban, tachando las frases que no le encajaban en la narración y creando sus propias historias a partir de los espacios en blanco que dejaba. Le divertía pensar que no tenía respeto por nada.
No, prefiero que me enseñes cómo lo hiciste.



Al cabo de veinte minutos llegaban al apartamento de ella, que, muy protocolariamente, le sirvió una copa y le invitó a sentarse en el sofá. Desde allí le señaló el lugar exacto en el que, hasta pocas horas antes, había brillado el charco de sangre, el lugar en el que por fin había terminado con aquel sueño molesto que la perseguía desde hace tiempo, el lugar que ella entendía como el de su victoria. Roberto apuró su copa casi de un trago y, faltando al trato protocolario que ella le había dedicado al entrar, dijo que tenía hambre y que si era posible comer algo, que no fuera gato, bromeó, lo que no le gustó mucho a ella. Le indicó que la acompañase con un gesto de cabeza y ya en la cocina fue relatando en voz alta lo que iba encontrando en el frigorífico. Queso está bien, gracias. Mientras ella cogía el semicurado, le indicó en qué cajón podía encontrar los cuchillos y dónde estaba la tabla de madera. Al darse la vuelta, sonrío. Ése es el cuchillo con el que troceé al gato. Roberto quitó el plástico que protegía la cuña de queso y se cortó un buen trozo que apuró casi sin respirar. Tenía unas manos grandes, bien cuidadas. Ella las estaba observando cuando Roberto comenzó a hablar. Aquella cocina le recordaba a la que había en su antigua casa, un pisito acogedor en el Paseo de Gracia de Barcelona, que, supuso ella, compartió con su ex. La cocina era grande, con una gran isla en el centro y un enorme ventanal bajo el que descansaba un banco lleno de cojines de alegres motivos. Sin duda, era lo mejor de la casa. Eso dijo él.
El silencio se hizo espeso, asfixiante; mientras, Roberto escudriñaba los rincones y terminaba el último pedazo de queso que había sobre la mesa. Ella seguía imaginando su vida. Informático, sin duda era informático. Tenía esos ojillos vidriosos y la mirada perdida y entrecerrada de los que pasan tantas horas enfrente de un ordenador que ya no saben mirar de otra manera si la luz de la estancia no es la que proyecta una pantalla. Le imaginaba en un enorme despacho, que distaba mucho de las tres semiparedes que limitaban su espacio en la oficina, aporreando sin cesar las teclas, cogiendo el teléfono malhumorado y malhumorándose más al haberlo colgado. Tenía un carácter fuerte, sin duda, y estaba acostumbrado a salirse con la suya. ¿Cómo lo hiciste? Serían aproximadamente las diez de la noche. Después del trabajo me fui al bar en el que nos hemos conocido hoy y tras dos Bloody Mary me marché. Cuando llegué tenía hambre, así que abrí la nevera, más como un acto reflejo que como otra cosa, pues ya sabía que estaba vacía. Aún así, la abrí y cerré un par de veces hasta que comprobé que, en cada ocasión, siempre aparecía lo mismo: un trozo de queso, un par de yogures, un brick de leche y un tomate en los inicios de la putrefacción. Vamos, lo mismo que te he ofrecido hace un rato. Pero no pienses mal, dijo entre risas, no maté al gato para comérmelo. En ese momento, el gato entró por la ventana de la cocina. El jodido gato era un desagradecido y se pasaba más tiempo fuera de casa que dentro. Sólo venía a comer y a dormir. Siempre me ha caído mal, con ese aire de suficiencia y sus continuos bufidos. Espera, espera, enséñame cómo lo hiciste. Desde el principio. Ella, algo molesta, se levantó de la banqueta y se dirigió a la puerta de entrada, seguida de Roberto. Allí fingió cerrar la puerta. Mirando al techo y arrastrando los pies en pasos cortos se dirigió a la nevera, como para dar a entender con eso que le parecía una tontería todo aquello. Ya enfrente del frigorífico, lo abrió y lo cerró un par de veces. Luego se dirigió a la ventana y cogió un cojín alargado que reposaba sobre el banco. Lo movió simulando el contoneo del gato por toda la cocina, hasta que se detuvo de nuevo enfrente de la nevera. Frotó el cojín contra su pierna mientras ronroneaba e hizo el amago con la otra mano de acariciarlo, pero en ese momento soltó un gran bufido y fingió que el gato echaba a correr. El jodido gato casi nunca me dejaba acariciarle, siempre me huía y salía corriendo, el muy… Pero no sé porqué me obcequé en que quería acariciarle y le perseguí por la cocina, llamándole con mi voz más dulce: “gato de los cojooones… ven aquí gatito, ven…”. A la vez que relataba los hechos, recreaba la escena. Roberto lucía una media sonrisa. Total, que después de perseguirle por toda la casa, me harté y empecé a tirarle las cosas que iba encontrando a mi paso; pero, claro, ya te habrás dado cuenta de que no tengo muchas cosas en el salón y no era plan de tirarle la tele. Así que… En ese momento se quitó un zapato y lo lanzó contra el lugar en el que había estado el charco de sangre. ¡Paf! Con la suerte de que se le clavó el tacón en la cabeza y quedó moribundo sobre el suelo. Aún no estaba muerto, y cuando me acerqué para acariciarle, el muy jodido gato me arañó. Recogí el zapato y empecé a clavarle el tacón por todo su cuerpecito, hasta que exhaló el último de sus asquerosos bufidos. Roberto observaba interesado cómo clavaba el zapato en el cojín que hacía las veces de gato. Ya más calmada, me dirigí hacia la cocina, cogí el cuchillo con el que te has cortado el queso hace un rato y lo troceé. Y allí mismo, en el salón, se puso a destrozar el cojín. Y eso es todo. ¿Qué hiciste con los trozos? Un guiso, ¡no te jode! Pues tirarlos al contenedor, ¿qué iba a hacer? Roberto afirmó con la cabeza, satisfecho. Ella abandonó los restos del cojín y el cuchillo en el suelo y puso dos copas más. 

Fotografía de Almudena Arbós

Mientras hablaban de trivialidades, ella seguía dando rienda suelta a su imaginación. Estaba convencida de que Roberto conducía un Audi A4 y que, algún día de esta semana, o quizá la próxima, se dirigiría en su coche a su oficina con una carta de dimisión, que presentaría al jefe con la misma media sonrisa que había mostrado durante el relato de la muerte del gato. Abriría la puerta del despacho del director sin llamar, ya se ha dicho que ella le imaginaba sin respeto por nada, que, por la fuerza empleada, chocaría contra la roja pared, dejando algunos trocitos de pintura en el suelo. Su jefe empezaría a gritar por tal comportamiento y entonces él le graparía la dimisión en la frente. En realidad, esto último no lo pensaba en serio, pero le divertía imaginar que pudiese suceder de esa manera. Después, volvería a su coche, con el maletero lleno, y emprendería un viaje muy largo, quizá hasta Suiza, sin más paradas que las necesarias para comer o dormir unas pocas horas.
Mientras Roberto hablaba sobre algo que poco o nada le interesaba a ella, ésta le interrumpió. Espera un momento, hay una cosa que tengo que hacer. Cogió el móvil de su bolso y comenzó a escribir un mensaje de texto. “María, mañana no voy a ir a currar, he decidido que lo dejo. Ya apareceré por ahí para presentar mi dimisión. Si pregunta Fonso, mándale a la mierda”. Ya se imaginaba alquilando un coche que la llevaría de camino a Suiza, sin más paradas que las necesarias para comer o dormir unas pocas horas.

Cuando volvió a guardar el móvil, Roberto retomó su charla, pero ya ella no podía escucharle, tenía la mente demasiado ocupada en elucubraciones acerca de su futuro. Se imaginaba haciendo su primera parada en Barcelona. Iría al Paseo de Gracia e intentaría adivinar en qué edificio había vivido Roberto, en qué piso, cómo estaría amueblado, dónde estaría situada su empresa, qué camino escogería para dirigirse hacia ella, etc.; así hasta un número inimaginable de supuestos. Luego, previa parada para descansar en cualquier pueblecito que se abriera en su camino, iría a Paris. ¿Qué te parece? ¿Qué? Perdona, me temo que estaba en otro sitio. ¿Qué decías? Roberto la miró de arriba a abajo y luego de abajo a arriba, molesto. Supongo que nada interesante, contestó. Ella intentó disculparse, no con demasiado aplomo, alegando que al día siguiente comenzaría para ella una nueva vida y que estaba embebida en sus planes. Por un momento, pensó en compartirlos con él, pero rápidamente desistió de esa idea. No, en serio, ¿qué decías?, dijo pensando que él, que estaba visiblemente ofendido, se marcharía sin más. Nada interesante, sólo que ayer maté a mi novia. Ella le miró y preguntó por qué, aunque después de pronunciadas estas palabras se dio cuenta de que no había correspondido a la cortesía que él le había mostrado cuando en ningún momento formuló aquella pregunta sobre la historia del gato. Roberto la miró, se acercó un poco a ella. Ven, te voy a enseñar cómo lo hice.


Guadalupe Plata, 'Gatito'

 * (NAG, 2010)