jueves, 24 de mayo de 2012

Villa Siempre




“La literatura es un espejo que el cine pinta”


Peter Pan ya no sonríe. Se ha hecho mayor y sus suspiros acarician un pasado que creía que no tendría que añorar. Con los surcos del tiempo dibujados en su rostro, persigue las manecillas del reloj, en un movimiento que, inexorablemente, avanza hacia un futuro que creía que no tendría que temer.
Peter Pan ahora fuma habanos y, entre cada amarga exhalación, recuerda cómo el cine le hizo grande. Desde 1904 recorriendo los rincones de Nunca Jamás para que Disney le haga crecer tan sólo cincuenta años más tarde. Y en ese momento, se dio cuenta de que ya no habría Nunca Jamás, tan sólo Siempre.

Siempre no es una isla, es un apéndice minúsculo de una península olvidada. Mr. Pan aún añora su confortable isla verde, en la que las risas de los niños perdidos refulgían entre los rayos de sol y elegir al jefe de los juegos era el mayor problema con que se enfrentaban. Añora las noches en las que, dormidos todos los niños, a salvo de piratas, se subía al peñón más alto y en las estrellas reflejadas en el tranquilo mar podía leer la cara de Wendy.
Siempre no tiene mar, sólo una capa de grueso hielo en la que lo único que se refleja es algún rayo de sol, que, perdido, ha batido los muros del opaco cielo. Siempre es frío, vetusto y no hay más sonidos que el quejoso arrastrar de pies y la tos de los viejos. Porque Siempre es un país de viejos. Sin mar, sin peñones, sin sirenas ni piratas, sin Wendys reflejadas.

El tiempo pasa rápido en Siempre. El tiempo es relativo, dicen, y en Siempre pasa rápido. Pero nada se inmuta. El hielo sigue siendo hielo y los nubarrones siguen encerrando al sol. De vez en cuando, muere algún viejo, cansado de esperar; pero siempre llega alguno nuevo. Nadie sabe cómo ni por dónde. Cuentan que hay un camino de flores que te trae hasta aquí, pero nadie lo ha visto. Porque en Siempre no existe la “calle”, no hay paseos ni aceras ni carreteras, sólo la inmensa edificación Villa Siempre, en la que cada viejo tiene su habitación, de la que sólo sale para vagabundear por los pasillos o charlar en los salones. Mr. Pan tiene suerte; su habitación, en la decimotercera planta, es exterior: con vistas al hielo. Sin embargo, el fantasioso Dorian vive en el sótano, recluido por loco, con sus brillantes rizos rubios a sus pies, bañados en el orín de las ratas. Sentado en una esquina, Dorian se agarra la cabeza, cuyos rizos devoró la piel, y repite una y otra vez: “Yo soy más guapo que Hurd Hatfield, yo soy más guapo que Hurd Hatfield…”. Y, de vez en cuando, mira en una cinta de ocho milímetros su retrato.

Dorian no lo sabe, pero Mr. Pan tiene cierta envidia de él. A veces, cuando baja al sótano, le espía y a Mr. Pan le invade una enorme envidia. Él ya no puede mirar su retrato. Su sombra se le descosió y, probablemente, esté ahora paseando por las apacibles orillas de El Lago de las Sirenas, con su juventud intacta.
El padre Ambrosio también tiene un cuadro, y dicen que por él acabó en el sótano ‒o en La cueva de los Piratas, como lo llama Mr. Pan‒. Lo mira con devoción, le susurra largas letanías y, entrecruzando sus arrugados dedos a la altura del pecho, se pregunta si su crimen fue tal que merece ser recordado por aquello. Peter Pan le ha visto alguna vez en la capilla de Villa Siempre ‒el cura le consigue los mejores habanos del país y suele bajar a hablar con él‒. La última vez que estuvo fue en el funeral del Conde. Cuando terminaron los oficios, el padre Ambrosio entró y estuvo largo rato de rodillas en el primer banco, rezando por el alma del impío que acababa de morir y suplicando a Dios que le aceptase en su seno, del cual se apartó hace demasiado tiempo ya. Ambrosio y el Conde vivían en celdas contiguas y compartían un mismo destino: ambos se habían alejado de Dios a causa de una mujer. Ambrosio está arrepentido, trata de conseguir el perdón divino con sus plegarias y se había impuesto como penitencia salvar al Conde de su herejía. Pero el Conde estaba abocado a seguir la estela del mito que sobre él se había forjado. Sabía que nunca saldría de Villa Siempre, ¡tantos fueron los que allí le metieron! Se dejó morir, lentamente, acurrucado en su capa, roja como la sangre.

Nadie sale nunca de Villa Siempre, eso lo sabe todo el que entra. Los muertos dejan paso a los vivos, y el espacio se renueva de caras, de gestos, de voces. Pero nadie encuentra el camino de vuelta a casa, porque no lo hay. No hay chapines de rubíes que, al chocar, devuelvan al hogar. Dorothy lo sabe bien, cada día lo intenta.
Y Mr. Pan no puede volar, es complicado encontrar pensamientos alegres en un mundo gris. Además, Campanilla está separada de la Villa, en otra parte llena de seres fantásticos que ni Peter Pan puede soñar, y sus polvos ya no brillan. Ya no hay aplausos que la salven.



Peter Pan fuma habanos pero a veces se refugia en su mente de niño para recordar que una vez siempre lo fue. Por eso corretea por los pasillos y espía al resto de los ocupantes. A veces finge encarnizadas luchas con el capitán Garfio. Dicen que él también está allí, en La Cueva de los Piratas, pero Mr. Pan nunca le ha visto. Se pregunta qué aspecto tendrá ahora y quién ganaría en una pelea. O siquiera si tendrían ganas de pelear.

Peter Pan es un “niño-viejo”, pero hay más “niños-viejos” en Villa Siempre. Está aquel que siempre pasea en pijama e intenta descifrar el misterio de sus arrugas de “viejo” de tres años. O aquel otro que toca su tambor de hojalata día y noche. No habla mucho con ellos; llegaron más tarde que él y, aunque intentó que fueran amigos, estaban demasiado perdidos en sus trágicas historias. No conocen el secreto de Villa Siempre. Pero Mr. Pan sí, fue Oliver quien se lo desveló cuando llegó a este lugar.
Fue en una noche fría y oscura, como cualquier otra en la Villa, cuando Peter Pan apareció en la puerta. Sin maleta, sin conciencia de saberse allí. Algo, entre rancio y olvido, se podía respirar en aquel laberinto de figuras que Peter fue cruzando hasta llegar a una gran sala. En el centro, sentado en una mesa, rodeado de viejos, amasando su boina, contaba una historia Oliver. Peter, a lo lejos, escuchaba y su mundo de niños felices se derrumbaba al comprender que no todos tenían una isla o una casita como la de Wendy. Oliver observó el gesto compungido de Peter y se acercó a él, pensando que estaba triste porque no entendía qué hacía allí ‒aunque, en realidad, Peter no había tenido tiempo de pensarlo; aún Peter era un niño de Nunca Jamás‒.
Se presentó como Oliver Twist, pero le rogó que, a pesar de las arrugas de su rostro, le llamase siempre Oliver, porque él era un “niño-viejo”. No te asustes, le dijo. Nosotros éramos palabras y adquiríamos formas tan dispares como lectores hubo, hay y habrá. Nuestro mundo era diferente según quien lo pintase en su propio mundo. Hemos perdido nuestra identidad: la de no ser nunca los mismos. El cine nos ha hecho llegar a este sitio olvidado. Venimos aquí a morir de la imaginación.

Peter Pan ahora fuma habanos y, mientras corretea y espía en los pasillos, espera morir un día no muy lejano.


Vic Chesnutt, "Sad Peter Pan"

*NAG 2009


martes, 17 de abril de 2012

La bañista


La bañista de Valpiçon, Ingres


Aquella casa siempre me había producido cierto escalofrío. Quizá se debiera a tiernas pesadillas de infante; aquellas en las que un horrible monstruo, encadenado en el sótano, aguardaba impaciente mis prietas carnes. O aquel híbrido de árbol y dragón alado que esperaba en la parte trasera del jardín a que se me escapase la pelota. O aquel ser de ojos punzantes, en forma de jersey que me miraba desde el armario hasta que me dormía. Era una casa grande y llena de huecos y recovecos que favorecían toda clase de tétrica ilusión. Pero entre todos aquellos lugares que me provocaban sudores y temores, había uno donde sentía el abrazo seguro de mi ángel de la guarda.
Mi padre tenía en su despacho una réplica de La bañista de Valpinçon, de Ingres. Una obra que desde sus años de estudiante le había apasionado. Tan pensativa, tan etérea. Con esa parsimonia de quien sabe que tiene todo el tiempo del mundo.
Todas las noches, después de cenar, mientras mi madre recogía la cocina y me concedía unos minutos antes de ir a la cama, me gustaba sentarme en el pasillo y asomar mi naricita por la puerta de su despacho. Desde allí podía ver a mi padre, hombre delgado y con bigote a veces un poco descuidado. Con esa lentitud con la que siempre hacía las cosas, ponía los pies descalzos sobre la vieja y robusta mesa de madera de roble, encendía la pipa que conservaba de su abuelo y, mirando de soslayo al cuadro, hablaba a aquella bañista de mirada perdida en un punto que desaparecía a través del marco que la cobijaba. A veces me quedaba adormilada escuchando aquellas historias que con tanta dulzura le narraba. Cuando abría los ojos y la voz susurradora de mi padre se apagaba dando paso al silencio, casi se podía oír el tenue llanto de la bañista. Cada noche una nueva historia, un llanto sordo.



Perseguida por esa imagen, por esa bañista de fría indiferencia y gélido exotismo, una mañana de abril decidí visitar la vieja casa de Villaviciosa, cuyo silencio desde hace años no había podido apagar el murmullo de mi padre. 
Abrí la chirriante puerta y noté el crujir de la húmeda madera bajo mis pies agarrotados por el miedo. Recorrí sigilosamente, como si alguien pudiese escucharme, la entrada y el pasillo que conducía al despacho de mi padre. Entré en él, pero ya nada era igual. Sólo quedaban algunos muebles tapados por viejas mantas y cortinas y un fuerte olor a tabaco impregnado en las paredes que ni el paso de los años había podido borrar. Busqué a la bañista, pero no estaba en su sitio, aunque el tiempo le había fabricado un túmulo en la pared. Levanté la sábana que cubría el escritorio de mi padre pero tampoco la encontré allí. Busqué, y busqué, debajo de cada mueble, cada manta; busqué desesperadamente aquel cuadro que necesitaba ver, aunque fuese, sólo una vez. Colgarlo en su sitio, sentarme en el pasillo y asomar mi naricita por la puerta.
Cuando hube terminado la inspección por el despacho, revolví el resto de habitaciones. Nada. La bañista había desaparecido. Eché una última mirada a los recuerdos que había despertado aquella casa y me fui.
Pero antes de cruzar el umbral de la puerta principal, me pareció oír un sollozo. Como aquellos que producía la bañista. Segura de que aquel sonido había sido producido por mi inconsciencia pero demasiado aferrada a la idea de encontrar el cuadro, volví a entrar en la casa y emprendí la búsqueda. Esta vez, mi guía era aquel tímido gimoteo que provenía de las paredes.
Subí las escaleras y giré lentamente la puerta. Ante mis ojos apareció por fin la bañista, sentada en el borde de la bañera, con la mirada perdida en un punto lejano. La bañista en todo su esplendor, y sólo para mí. Tímidamente, me acerqué y le pregunté el motivo de su llanto. Giró la cabeza y dejó ver un rostro quebrado, deformado en una mueca de tristeza. Mirando más allá de todos esos rasgos que la ajaban, comprendí todas las horas que mi padre había invertido en dibujarle una sonrisa o un atisbo de vida. Con los enrojecidos ojos clavados en los míos, suspiró y suavemente dijo que mi escultor había moldeado sus mejores rasgos sobre mi gesto. Y ese escultor era el motivo de su pena. Añoraba profundamente sus historias, pero lo que más sentía era no haber tenido la oportunidad de agradecerle cada una de ellas, ni de confesarle lo mucho que le amaba. Dedicándome un bosquejo de sonrisa, calló mis palabras con su mirada cabizbaja. Tiró el manto que llevaba en el brazo izquierdo y se dio el baño que desde 1807 esperaba.


Nunca más volví a ver a la bañista en la vieja casa de Villaviciosa. Tampoco la busqué. Porque cumplí la promesa que le hice aquel día y que ella no quiso escuchar. Cogí La bañista de Valpinçon y la coloqué sobre la tumba de mi padre, para que, estuviese donde estuviese, siguiera contándole más historias. 


The Temptations, "My girl"

* (NAG 2004)
Versión mejorada 2012

 

miércoles, 4 de abril de 2012

¡Enséñamela!





Tenía sólo siete años la primera vez que me dijo: ¡enséñamela! Yo era un chico tímido y, aunque ella era el amor de mi vida –entonces ya lo sabía-, no pude hacerlo. Ella esperó paciente, pero al ver que mi respuesta no llegaba me dijo que era tonto y empezó a reír, de esa forma nerviosa en la que lo hacen los niños cuando oyen palabras como ‘culo’.

La segunda vez que me lo dijo fue en Londres, durante el viaje de fin de curso.
Estábamos en una discoteca y nos marchábamos a otro sitio. Nos habíamos separado del grupo porque ella antes de salir quería ir al baño y nadie parecía hacerle caso; así que yo, que siempre intentaba estar a escasos metros por si me ‘necesitaba’, me quedé esperando al otro lado de la puerta. Ésta, de repente, se abrió y me ofreció la visión más bonita que nunca he tenido ni tendré: el coño de Claudia. Se ruborizó e, intentando que el paquete de kleenex que llevaba en la boca no se cayese ni su bolso rozase el suelo, le arreó una consistente patada a la puerta. Al cabo de unos minutos, salió del  baño atusándose la falda y se puso frente al espejo. 

Muy bien – me dijo - ¡enséñamela!

Yo titubeé y mi cara debió asemejarse bastante a un símbolo de interrogación porque ella continuó:

- Sí, sí, has oído bien. ¡Enséñamela! Es lo justo.

Tenía razón, así que miré a uno y otro lado para cerciorarme de que no había nadie más y se la enseñé. Satisfecha asintió y nos marchamos.

Aunque parezca imposible, sí, hubo una tercera vez en que me lo pidió.


The Cynics, 'Girl, you're on my mind'

* (NAG 2012)

miércoles, 14 de marzo de 2012

La indecisión es la madre de la nada


Fotografía de JValentina


Confundí las palabras con las intenciones
y las intenciones con los hechos
y me quedé rodeada de nada;
con ciempiés recorriendo mi piel,
con monos vendando mis ojos,
¡cómo me duele la espalda!

¡Cómo me pesan los bolsillos!
Llenos de síes y noes,
llenos de quizás y talveces,
de ahoranós y quizamastardes,
de quevengaotroylohagapormí.

Y la nada me acuna,
con su dulce ronroneo embaucador,
sus blablablás y sus bla-bla-blás;
y yo me siento a gusto,
en un estado de perfecta placidez ficticia
que me reconforta erróneamente.

Y las agujas siguen inexorables su camino,
y se clavan en mi piel blanda
formando moratones de inconformismo
disfrazado de banalidad,
tornando en colores que marcan el tiempo que se escapa
y que en la nada no corre, repta.

Y los ciempiés ya llegan a mis rodillas
y las acarician con sus patitas suaves
dando agradables masajes de destrucción
que devoran lo poco que quiero que quede de mí.

Y los adverbios cada vez son más,
y pesan más,
y son más grandes;
y para intentar menguar su peso
mi cuerpo convulsiona esperando que salgan despedidos,
como si un leve bailoteo fuera suficiente para hacerlos salir sin más.

Es la nada,
me mantiene en estado de parálisis,
y los ciempiés trepan,
y los adverbios pesan,
¡cómo me duele la espalda!


Funki Porcini, 'This ain't the way to live'

*(NAG, 2012)

viernes, 9 de marzo de 2012

¿Cómo lo hiciste?





Sentada en el suelo, limpiaba el cuchillo con el que acababa de trocear a su gato. Lo hacía parsimoniosamente, tarareando una de esas canciones que tan de moda estaban en la radio. Daba vueltas a la afilada arma y se aseguraba de que cada recoveco quedase sin mácula. Veía su rostro reflejado en el metal; un rostro sin gesto, de fulgurantes ojos verdes, nariz chata y mentón elegante, moteado de gotas rojas. Cuando dio por concluida su tarea, lo guardó en un cajón de la cocina y volvió al salón, plegó el plástico que albergaba los restos de su gato y lo tiró a la basura.

La mañana se levantó perezosa, con el cielo pintado de negro, amenazante, dispuesta a desbordar su ira en las aceras. Se irguió en la cama, se acercó a la ventana, la abrió y, sacando medio cuerpo fuera, cerró los ojos y sonrió. Le gustaban las mañanas oscuras, que poseían ese halo de nocturnidad, en las que era necesario iluminar los objetos para verlos. Se dio cuenta de que, a pesar de lo que pudiera parecer, no hacía frío. Aún así se puso la bata, algo infantil, que reposaba a los pies de su cama y fue descalza a tirar la basura en el contenedor de la esquina.

A eso de las doce de la mañana, salió al porche del bloque que albergaba la oficina en la que trabaja para fumarse un cigarrillo. Allí habló con María, la de administración, sobre las reformas que estaba llevando a cabo su empresa. Las dos mujeres estaban de acuerdo en que era intolerable aceptar las nuevas condiciones, en que al nuevo jefe, compañero suyo hasta hace bien poco, le habían invadido aires de grandeza y pretendía seguir escalando puestos a base de torturar al trabajador para que sus jefes apreciasen sus dotes de mando. Pero las dos mujeres también sabían que en aquella pequeña oficina una revolución era imposible, ya que entre sus empleados, no más de doce, el espíritu rebelde era una cualidad ausente. Almas grises, enfundadas en trajes baratos. Mientras se les consumían los últimos milímetros de cigarrillo, llegaron a la conclusión de que dos eran las únicas opciones: dimitir o consentir en tolerar aquella situación, como ya se dijo antes, intolerable. Miraron en direcciones opuestas y, apagando los cigarrillos, entraron en el edificio sin dejar claro qué postura adoptaría ninguna de ellas.
El día se le pasó rápido y sintió una enorme alegría cuando vio en el reloj del ordenador que ya era la hora de marcharse. Recogió sus cosas y declinó, amablemente, la invitación de María de tomarse unas cañas. Tenía ganas de llegar a casa. Quizá esa ilusión fue la que hizo que el trayecto en metro le pareciese mucho más corto de lo habitual y no reparase, siquiera, en la gente que compartía con ella dicho habitáculo. Tenía la costumbre de observar detenidamente a su alrededor y fantasear con la vida de aquellas personas que, por unos minutos, compartían la suya. Como la de aquel señor que se sentó enfrente de ella el día anterior, que tenía las uñas negras y rostro cansado y alicaído (aunque a veces, estas dos cosas se confundan, ella sabía muy bien cómo diferenciarlas), y que supuso que se trataba de un mecánico al que acababan de despedir de su trabajo y volvía a casa preguntándose cómo haría ahora para mantener a su mujer y a su hijo de tan sólo tres años, al que imaginó mal vestido, lleno de babas y atacado por una tos que nunca cesaba. O la de la jovencita que compartía asiento con el mecánico y llevaba una falda muy corta que dejaba entrever una celulitis incipiente que ella parecía no ver, ya que llevaba unas fotos, que, seguramente, acababa de hacerle un fotógrafo, que, a ciencia cierta, habría intentado sobrepasarse con ella, para llevarlas a aquella agencia de modelos que había descubierto un día por internet, de tan supuesta afamada reputación, según rezaba la propia página, y que, en realidad, se trataba más de una agencia cuyos logros se resumían no en las pasarelas ni en las portadas de las revistas sino en los programas basura de televisión, en los que la gente hace todo tipo de aberraciones para después labrarse un futuro como comentarista político en las tertulias de los matinales. Se la imaginó al lado de aquellas presentadoras de alto copete comentando que la vicepresidenta de cual se había excedido en su maquillaje y que, por eso, había disminuido la intención de voto por su partido.
Cuando llegó a casa se tumbó sobre el charco de sangre que aún yacía en el suelo del salón y, tras dar varias vueltas, se desnudó, quemó la ropa que llevaba puesta, ahora manchada por la intensidad de aquel rojo magenta cegador, en el bidé del cuarto de baño y se dio una ducha mientras retomaba el tarareo de la canción de la noche anterior. Antes de cenar, decidió fregar el suelo de toda la casa y bajar en bata a tirar la ropa quemada y la mopa que acababa de usar.



A la mañana siguiente, se levantó un poco antes para volver a fregar el apartamento; cogió una camiseta de su armario y lo hizo a la vieja usanza, como lo hacían antes las mujeres, antes de que el inventor español Jalón Corominas le pusiese un palo de escoba al mocho. Tiró la camiseta al contenedor y llegó tarde al trabajo, donde comentó con María su hazaña de otra era y ambas bromearon con la fregona de la oficina sobre la posibilidad de que don Manuel no hubiese inventado el actual artilugio y ella sufriese una bursitis terrible en las rodillas. No hay que decir que a la señora de la limpieza no le hizo tanta gracia como a ellas.

A la salida de la oficina, le pareció una gran idea ir a tomar un cóctel a un bar próximo a su casa. No tenía muchas amigas, así que decidió ir sola; le gustaba la idea de sentarse en uno de aquellos cómodos sofás, fumar un cigarrillo detrás de otro, escuchar una excelente música de jazz, que aislaba del resto de sonidos del garito sin dificultad, mientras tamborileaba con sus finos dedos de uñas coloridas en sus piernas cruzadas. Cuando ya iba por su segundo Bloody Mary, un hombre de unos treinta y cinco años, pelo cano, robusto y bien vestido se acercó a ella y le confesó que llevaba un buen rato observándola desde la barra, mientras con los ojillos le preguntaba si podía sentarse a su lado. Ella hizo un gesto de resignación con el que pretendía indicarle que si bien le disgustaba la idea no oponía total resistencia. El hombre se sentó y se presentó como Roberto Jalón; ella sonrió, era el segundo Jalón del día y la idea de que nunca antes hubiese conocido a nadie con ese apellido y ahora se topase con dos en tan corto espacio de tiempo le hizo pensar que su presencia allí tenía algo de augurio de un destino compartido. Mientras abría una nueva cajetilla de tabaco y encendía un pitillo, le miró fijamente a los ojos y le dijo: anteayer maté a mi gato. Como ya había presagiado, el hombre no se levantó, ni siquiera hizo una mueca de extrañeza ni se vio en la tesitura de intentar disimular un gesto que no acudió a su rostro de forma natural. Yo lo he intentado varias veces, pero nunca he conseguido reunir el valor suficiente, contestó. Cualquier otra persona hubiera pensado que esta afirmación respondía a un juego tácito, pensaría que su interlocutor no creía en la veracidad de las palabras pronunciadas e intentaba seguir la chanza, con el fin de dar a entender que si realmente lo que quería era asustarle y que se marchara no lo iba a conseguir tan fácilmente; pero ella no, ella le creyó y sonrió. Puedo ayudarte…, si quieres. El poco tiempo de que había dispuesto para observar a su acompañante le fue suficiente para divagar acerca de su vida. Se imaginó a un hombre con un buen trabajo, que si bien no podía permitirse grandes lujos tampoco tenía problemas para llegar a fin de mes. No se había casado, pero sí había tenido una relación hace años que le hizo sufrir y, desde entonces, no había tenido relaciones serias con nadie, aunque desde hacía unos meses se había planteado una nueva vida en la que las mujeres tenían cabida como algo más que un mero objeto. Era obvio que el gato no era suyo, sino de su ex, y en su nueva vida no tenía lugar, por lo que realmente había pensado en varias ocasiones acabar con él. En su nuevo proyecto vital tampoco encajaba su actual trabajo, que ella estaba segura había decidido dejar en un tiempo no superior a un mes y dedicarse, quizá, a un sueño de infancia frustrado. Le imaginaba en su piso, un ático en el centro, con sus elegantes muebles y un montón de recuerdos que acababa de almacenar y tirar en el contenedor de la esquina contigua a su casa. Le imaginaba leyendo a Kafka y a otros grandes escritores alemanes, arrancando las hojas que le disgustaban, tachando las frases que no le encajaban en la narración y creando sus propias historias a partir de los espacios en blanco que dejaba. Le divertía pensar que no tenía respeto por nada.
No, prefiero que me enseñes cómo lo hiciste.



Al cabo de veinte minutos llegaban al apartamento de ella, que, muy protocolariamente, le sirvió una copa y le invitó a sentarse en el sofá. Desde allí le señaló el lugar exacto en el que, hasta pocas horas antes, había brillado el charco de sangre, el lugar en el que por fin había terminado con aquel sueño molesto que la perseguía desde hace tiempo, el lugar que ella entendía como el de su victoria. Roberto apuró su copa casi de un trago y, faltando al trato protocolario que ella le había dedicado al entrar, dijo que tenía hambre y que si era posible comer algo, que no fuera gato, bromeó, lo que no le gustó mucho a ella. Le indicó que la acompañase con un gesto de cabeza y ya en la cocina fue relatando en voz alta lo que iba encontrando en el frigorífico. Queso está bien, gracias. Mientras ella cogía el semicurado, le indicó en qué cajón podía encontrar los cuchillos y dónde estaba la tabla de madera. Al darse la vuelta, sonrío. Ése es el cuchillo con el que troceé al gato. Roberto quitó el plástico que protegía la cuña de queso y se cortó un buen trozo que apuró casi sin respirar. Tenía unas manos grandes, bien cuidadas. Ella las estaba observando cuando Roberto comenzó a hablar. Aquella cocina le recordaba a la que había en su antigua casa, un pisito acogedor en el Paseo de Gracia de Barcelona, que, supuso ella, compartió con su ex. La cocina era grande, con una gran isla en el centro y un enorme ventanal bajo el que descansaba un banco lleno de cojines de alegres motivos. Sin duda, era lo mejor de la casa. Eso dijo él.
El silencio se hizo espeso, asfixiante; mientras, Roberto escudriñaba los rincones y terminaba el último pedazo de queso que había sobre la mesa. Ella seguía imaginando su vida. Informático, sin duda era informático. Tenía esos ojillos vidriosos y la mirada perdida y entrecerrada de los que pasan tantas horas enfrente de un ordenador que ya no saben mirar de otra manera si la luz de la estancia no es la que proyecta una pantalla. Le imaginaba en un enorme despacho, que distaba mucho de las tres semiparedes que limitaban su espacio en la oficina, aporreando sin cesar las teclas, cogiendo el teléfono malhumorado y malhumorándose más al haberlo colgado. Tenía un carácter fuerte, sin duda, y estaba acostumbrado a salirse con la suya. ¿Cómo lo hiciste? Serían aproximadamente las diez de la noche. Después del trabajo me fui al bar en el que nos hemos conocido hoy y tras dos Bloody Mary me marché. Cuando llegué tenía hambre, así que abrí la nevera, más como un acto reflejo que como otra cosa, pues ya sabía que estaba vacía. Aún así, la abrí y cerré un par de veces hasta que comprobé que, en cada ocasión, siempre aparecía lo mismo: un trozo de queso, un par de yogures, un brick de leche y un tomate en los inicios de la putrefacción. Vamos, lo mismo que te he ofrecido hace un rato. Pero no pienses mal, dijo entre risas, no maté al gato para comérmelo. En ese momento, el gato entró por la ventana de la cocina. El jodido gato era un desagradecido y se pasaba más tiempo fuera de casa que dentro. Sólo venía a comer y a dormir. Siempre me ha caído mal, con ese aire de suficiencia y sus continuos bufidos. Espera, espera, enséñame cómo lo hiciste. Desde el principio. Ella, algo molesta, se levantó de la banqueta y se dirigió a la puerta de entrada, seguida de Roberto. Allí fingió cerrar la puerta. Mirando al techo y arrastrando los pies en pasos cortos se dirigió a la nevera, como para dar a entender con eso que le parecía una tontería todo aquello. Ya enfrente del frigorífico, lo abrió y lo cerró un par de veces. Luego se dirigió a la ventana y cogió un cojín alargado que reposaba sobre el banco. Lo movió simulando el contoneo del gato por toda la cocina, hasta que se detuvo de nuevo enfrente de la nevera. Frotó el cojín contra su pierna mientras ronroneaba e hizo el amago con la otra mano de acariciarlo, pero en ese momento soltó un gran bufido y fingió que el gato echaba a correr. El jodido gato casi nunca me dejaba acariciarle, siempre me huía y salía corriendo, el muy… Pero no sé porqué me obcequé en que quería acariciarle y le perseguí por la cocina, llamándole con mi voz más dulce: “gato de los cojooones… ven aquí gatito, ven…”. A la vez que relataba los hechos, recreaba la escena. Roberto lucía una media sonrisa. Total, que después de perseguirle por toda la casa, me harté y empecé a tirarle las cosas que iba encontrando a mi paso; pero, claro, ya te habrás dado cuenta de que no tengo muchas cosas en el salón y no era plan de tirarle la tele. Así que… En ese momento se quitó un zapato y lo lanzó contra el lugar en el que había estado el charco de sangre. ¡Paf! Con la suerte de que se le clavó el tacón en la cabeza y quedó moribundo sobre el suelo. Aún no estaba muerto, y cuando me acerqué para acariciarle, el muy jodido gato me arañó. Recogí el zapato y empecé a clavarle el tacón por todo su cuerpecito, hasta que exhaló el último de sus asquerosos bufidos. Roberto observaba interesado cómo clavaba el zapato en el cojín que hacía las veces de gato. Ya más calmada, me dirigí hacia la cocina, cogí el cuchillo con el que te has cortado el queso hace un rato y lo troceé. Y allí mismo, en el salón, se puso a destrozar el cojín. Y eso es todo. ¿Qué hiciste con los trozos? Un guiso, ¡no te jode! Pues tirarlos al contenedor, ¿qué iba a hacer? Roberto afirmó con la cabeza, satisfecho. Ella abandonó los restos del cojín y el cuchillo en el suelo y puso dos copas más. 

Fotografía de Almudena Arbós

Mientras hablaban de trivialidades, ella seguía dando rienda suelta a su imaginación. Estaba convencida de que Roberto conducía un Audi A4 y que, algún día de esta semana, o quizá la próxima, se dirigiría en su coche a su oficina con una carta de dimisión, que presentaría al jefe con la misma media sonrisa que había mostrado durante el relato de la muerte del gato. Abriría la puerta del despacho del director sin llamar, ya se ha dicho que ella le imaginaba sin respeto por nada, que, por la fuerza empleada, chocaría contra la roja pared, dejando algunos trocitos de pintura en el suelo. Su jefe empezaría a gritar por tal comportamiento y entonces él le graparía la dimisión en la frente. En realidad, esto último no lo pensaba en serio, pero le divertía imaginar que pudiese suceder de esa manera. Después, volvería a su coche, con el maletero lleno, y emprendería un viaje muy largo, quizá hasta Suiza, sin más paradas que las necesarias para comer o dormir unas pocas horas.
Mientras Roberto hablaba sobre algo que poco o nada le interesaba a ella, ésta le interrumpió. Espera un momento, hay una cosa que tengo que hacer. Cogió el móvil de su bolso y comenzó a escribir un mensaje de texto. “María, mañana no voy a ir a currar, he decidido que lo dejo. Ya apareceré por ahí para presentar mi dimisión. Si pregunta Fonso, mándale a la mierda”. Ya se imaginaba alquilando un coche que la llevaría de camino a Suiza, sin más paradas que las necesarias para comer o dormir unas pocas horas.

Cuando volvió a guardar el móvil, Roberto retomó su charla, pero ya ella no podía escucharle, tenía la mente demasiado ocupada en elucubraciones acerca de su futuro. Se imaginaba haciendo su primera parada en Barcelona. Iría al Paseo de Gracia e intentaría adivinar en qué edificio había vivido Roberto, en qué piso, cómo estaría amueblado, dónde estaría situada su empresa, qué camino escogería para dirigirse hacia ella, etc.; así hasta un número inimaginable de supuestos. Luego, previa parada para descansar en cualquier pueblecito que se abriera en su camino, iría a Paris. ¿Qué te parece? ¿Qué? Perdona, me temo que estaba en otro sitio. ¿Qué decías? Roberto la miró de arriba a abajo y luego de abajo a arriba, molesto. Supongo que nada interesante, contestó. Ella intentó disculparse, no con demasiado aplomo, alegando que al día siguiente comenzaría para ella una nueva vida y que estaba embebida en sus planes. Por un momento, pensó en compartirlos con él, pero rápidamente desistió de esa idea. No, en serio, ¿qué decías?, dijo pensando que él, que estaba visiblemente ofendido, se marcharía sin más. Nada interesante, sólo que ayer maté a mi novia. Ella le miró y preguntó por qué, aunque después de pronunciadas estas palabras se dio cuenta de que no había correspondido a la cortesía que él le había mostrado cuando en ningún momento formuló aquella pregunta sobre la historia del gato. Roberto la miró, se acercó un poco a ella. Ven, te voy a enseñar cómo lo hice.


Guadalupe Plata, 'Gatito'

 * (NAG, 2010)